El
viejo brujo y un poco loco lo había sabido siempre, no existen los milagros
pero hay fuerzas capaces de empujar montañas, así es que cuando toco a su
puerta la dama morada sabía cuál era el único camino posible. La sentencia
hasta entonces parecía clara, la madera es rígida y no respira ni se dobla, no
hay milagro que le de vida a un árbol que ha sido o ha nacido cortado. Uno,
dos, tres, 10 carpinteros y la misma idea. La dama morada sabía que estaba
tocando su última puerta, los caminos andados le habían quitado fuerza y su
esperanza se aferraba a esa última puerta, la de la casa de ladrillos en
medio del campo, la roja en medio del verde, la diferente. Ahí estaba pues
ese viejo medio loco que había perdido por completo la inocencia y con ella el
miedo. Cigarro en mano y rodeado de aserrín y madera lijada,
tallada y calada (así de valiente era ese loco, que parecía incluso
olvidar que madera y fuego en carbón terminan) mirando con atención y brillo a
la dama morada, escuchó y sonriendo tomo de sus brazos los trozos de madera que
gracias a sus lágrimas se habían mantenido verdes, y mirando al cielo
estrellado dijo contundente: no hay trozo de madera por el que no valga la
pena trabajar, y como orando se encomendó a la fuerza de los valientes, a la de
los buscadores, la de los esperanzados y los rebeldes, la que mueve montañas
aún sin milagros. No importa cuan frágil parezca la causa, sentenció, debajo
del sabor amargo de un “no”, existe siempre una bolsa llena de dulces
surtidos, una inmensa caja de colores para hacer del negro luz. La
labor sería larga y estratégica, pausada, inteligente, sensible y valiente y,
como una partida de ajedrez, en ella cada movimiento cuenta. Los días,
los meses, las noches y los amaneceres pasaron, la luna dio una y mil vueltas y
el sol se asomo y se escondió miles de veces más. El viejo loco y la dama
morada trabajaron año tras año: uno cortando y pegado, lijando y calando,
metiendo y sacando clavos, y la otra regando con risas y llanto aquella madera
que aunque llegó casi seca, se llenaba de verde y vida cada día, hasta que de
ahí dentro salió andando este personaje de madera por el camino estrecho y
largo, dejando a su paso un suave olor a naranjo y su hermosa fragilidad
que lo transformaba en una joya delicada y única. Algunos la llaman Violeta,
otros Mónica, no se sabe si es de los increíbles, marciana o simplemente
humana, demasiado humana, los cierto es que de ahí salió andando la que un día
fue madera seca.
No
se sabe con certeza si aquello fue un sueño, un delirio, magia o realidad
cruda, voluntad, esfuerzo, talento o estrategia, quizá simplemente la fuerza
del deseo. Lo cierto es que la pasión se esconde, como diría Rulfo, detrás de
cada puerta y es la pasión y no los milagros, la que es capaz de mover montañas
y de transformar un montón de trozos de madera seca en persona.
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