viernes, 14 de junio de 2013

La pasión...


A mi la pasión me entra y me sale por los ojos,
quizá de ahí mi gusto fetichista por los lentes o “anteojos”,
me gusta mirar y que no se note tanto: los lentes resultan un buen distractor.

Me apasiona mirar,
pero sobre todo me apasiona mirar las cosas simples del cada día: me gusta
mirar ahí en donde parece que no pasa nada, porque es justamente ahí en donde pasa todo. A mi mirando las historias me toman por asalto, me secuestran el alma.
A mi por los ojos la vida me toma toda.

Por las mañanas salgo a la terraza y café en mano, abrazada por el viento frío que aunque sea de otoño viene disfrazado de invierno (hay quien dice que un día de enero se coló en octubre), miro como extraviada el correr de la gente: no importa si van a la escuela, al trabajo o de pinta, todos corren presos del reloj, y como andan tan atentos al tiempo se despistan, se ponen flojitos y se sueltan: los veo soltar entonces el reclamo de la noche anterior, el más efusivo te quiero o el llanto más infame, la confesión de una traición, el mejor chiste del día o la escapada de un inocente que juro que iba a correr y sale sudando de un departamento: miro entonces el apasionado beso de despedida de un par de amantes y después el caminar lento de “aquí no pasa ni paso nada, yo fui a correr”. Si estoy en un restaurante me puedo perder por horas mirando lo que ocurre en la mesa de enfrente o de a lado, entonces invento historias, telenovelas y mitos, invento vidas, miles de vidas en un instante. Miro al abuelito aburrido que sonríe como si la estuviera pasando bomba y hubiera esperado todo el año para la reunión familiar que, por cierto, es en su honor. Miro a la señora preocupada por el tono alto que va tomando la reunión o por la cantidad de cubas que se han bebido, miro a un padre babeando porque su hija se le ha trepado encima a sobarle un cachete. Miro a los que sutilmente se tocan por debajo de la mes, el drama que está apunto de empezar entre una pareja de novios y también la torpeza absoluta de una primera cita que ya desde el inicio empieza a pesar y sabe a fracaso, pero también el inesperado encuentro de un par de viejos amigos que se han querido siempre y se había perdido, entonces una mesa se hace dos y las horas se alargan. En el metrobus o encerrada en mi encapsulado autito, miro los gestos, las miradas pérdidas, el apasionado canto (que no escucho pero miro) de alguien que ha pasado de la desesperación al encuentro con la música como única posibilidad para liberarse de un embotellamiento que nos enloquece a todos: Chente Fernández es en ese momento un líder pacifista que sin saberlo ha impedido una revolución. Miro también, y vaya que lo disfruto, la discreta pero nunca despreocupada lucha contra un moco. Miro como en la fila de un supermercado, después de minutos largos que parecen horas, un intercambio de palabras entre dos desconocidos pasa de ser un intercambio a una verdadera conversación y después, miro con atención el instante mismo en que una conversación se vuelve un encuentro…entonces suspiro y me lleno, una vez más, de vida.

Miro las esquinas, las banquetas, las tienditas antes de transformarse en Oxxos, miro a través de las ventanas en los edificios, miro las luces encendidas a horas o deshoras o a cualquier hora. Miro las macetas con flores marchitas o las cuidadas, imagino las manos que las abandonan o consienten. Miro, miro porque a mi lo que me apasiona es mirar, porque contemplando se me puede ir la vida toda, porque registrando lo sutil me siento viva y contemplando o inventando la vida me siento parte de ella. Miro, miro porque a mi la pasión me entra y me sale por los ojos. Soy pues una mirona profesional, una vouyerista.

Me apasiona mirar, pero también me gusta mirar cuando la gente escucha lo que miro y sobre todo encontrar la forma de ayudar a que otros digan, se expresen; me apasiona encontrar caminos para que los otros hablen y yo pueda entonces mirar,  contemplar maravillada el momento justo en el que su silencio se rompe y sus voces encuentran forma, cadencia, sonido, salida… el momento en que sus voces se vuelven una forma de libertad. Me gusta pues mirar y ser pretexto para que los otros hablen.

El brujo y la dama morada


El viejo brujo y un poco loco lo había sabido siempre, no existen los milagros pero hay fuerzas capaces de empujar montañas, así es que cuando toco a su puerta la dama morada sabía cuál era el único camino posible. La sentencia hasta entonces parecía clara, la madera es rígida y no respira ni se dobla, no hay milagro que le de vida a un árbol que ha sido o ha nacido cortado. Uno, dos, tres, 10 carpinteros y la misma idea. La dama morada sabía que estaba tocando su última puerta, los caminos andados le habían quitado fuerza y su esperanza se aferraba a esa última puerta, la de la casa de ladrillos en medio del campo, la roja en medio del verde, la diferente. Ahí estaba pues ese viejo medio loco que había perdido por completo la inocencia y con ella el miedo. Cigarro en mano y rodeado de aserrín y madera lijada, tallada y calada (así de valiente era ese loco, que parecía incluso olvidar que madera y fuego en carbón terminan) mirando con atención y brillo a la dama morada, escuchó y sonriendo tomo de sus brazos los trozos de madera que gracias a sus lágrimas se habían mantenido verdes, y mirando al cielo estrellado dijo contundente: no hay trozo de madera por el que no valga la pena trabajar, y como orando se encomendó a la fuerza de los valientes, a la de los buscadores, la de los esperanzados y los rebeldes, la que mueve montañas aún sin milagros. No importa cuan frágil parezca la causa, sentenció, debajo del sabor amargo de un “no”, existe siempre una bolsa llena de dulces surtidos, una inmensa caja de colores para hacer del negro luz. La labor sería larga y estratégica, pausada, inteligente, sensible y valiente y, como una partida de ajedrez, en ella cada movimiento cuenta. Los días, los meses, las noches y los amaneceres pasaron, la luna dio una y mil vueltas y el sol se asomo y se escondió miles de veces más. El viejo loco y la dama morada trabajaron año tras año: uno cortando y pegado, lijando y calando, metiendo y sacando clavos, y la otra regando con risas y llanto aquella madera que aunque llegó casi seca, se llenaba de verde y vida cada día, hasta que de ahí dentro salió andando este personaje de madera por el camino estrecho y largo, dejando a su paso un suave olor a naranjo y su hermosa fragilidad que lo transformaba en una joya delicada y única. Algunos la llaman Violeta, otros Mónica, no se sabe si es de los increíbles, marciana o simplemente humana, demasiado humana, los cierto es que de ahí salió andando la que un día fue madera seca.

No se sabe con certeza si aquello fue un sueño, un delirio, magia o realidad cruda, voluntad, esfuerzo, talento o estrategia, quizá simplemente la fuerza del deseo. Lo cierto es que la pasión se esconde, como diría Rulfo, detrás de cada puerta y es la pasión y no los milagros, la que es capaz de mover montañas y de transformar un montón de trozos de madera seca en persona.